"¿Por qué tenía que ser precisamente agua?", pensó con una mueca de fastidio. A los siete años, se había hundido en un estanque helado al quebrarse el hielo bajo sus pies. Atrapada bajo la superficie, estaba segura de que iba a morir. Había sido el fuerte brazo de su madre lo que finalmente había logrado sacar de un tirón su cuerpo empapado y ponerlo a salvo. Después de esa horrorosa experiencia, Rachel había luchado contra un caso persistente de hidrofobia: un claro recelo ante las grandes superficies de agua, sobre todo de agua fría. Hoy, sin nada más que el Atlántico Norte extendiéndose hasta donde le alcanzaba la vista, los viejos miedos habían vuelto a embargarla.
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