El hombre mostraba al andar la pomposa rigidez de la aristocracia del Renacimiento y no dejaba de toquetearse continuamente la estrafalaria pajarita que llevaba bajo el abrigo de pelo de camello que le caía hasta las rodillas. Estaba claro que Wailee Ming no era de los que permitía que nada interfiriera con su atildada apariencia, ni siquiera en aquel lugar tan remoto.
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