Lawrence Ekstrom, el director de la NASA, era un hombre gigantesco, rubicundo y brusco, muy parecido a un enojado dios nórdico. Llevaba el pelo, rubio y espinoso, muy corto, tipo militar, sobre una frente arrugada, y tenía la nariz bulbosa y salpicada de una red de venas. En ese momento, sus ojos pétreos parecían a punto de cerrarse debido al peso de innumerables noches sin dormir. Ekstrom, influyente estratega aerospacial y consejero de operaciones del Pentágono antes de ser contratado por la NASA, era famoso por su mal humor, sólo comparable a su incontestable dedicación a la misión que tuviera entre manos.
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